sábado, 7 de enero de 2017

De Santidades y Temas Espirituales

Sin haber sido nunca una gran religiosa o buena católica practicante, las nuevas experiencias de vida desarrollaron en mí un gusto por aquella particular iglesia. Mi primera visita fue una coincidencia del destino, si es que las coincidencias existen; mientras que la segunda y la tercera fueron un grito de desesperación ante San Expédito. Fue quizás esto lo que hizo que volviera, porque si bien es cierto que con diferentes períodos de tiempo mis causas se resolvieron, yo decidí creer que quizás el patrono de las causas urgentes había intercedido por mí; aún sabiendo que mis suplicas eran tan materialistas para lo santo, pero ¿cómo puede juzgar el santo, al que ante él se arrodilla y le muestra su dolor?.

Fue en mi cuarta visita, cuando con el alma tranquila y libre de preocupaciones "terranales", pude apreciar con detenimiento la belleza de aquél sitio; la majestuosidad de sus vitrales, imagenes y esculturas ostensibles, como presumiendo de que lo santo también tiene su lado opulento. Y sin embargo, una que otra figura extrañamente diseñada, desvíaba a su creador del objetivo perseguido. Ojos mal realizados o gestos mal dibujados, llevaban a aquél sitio a vislumbrar en ciertos lugares la transición de lo santo a lo que ya no lo parece tanto.

Y entonces, en medio de aquél custionamiento acerca de la belleza del sitio y los errores gráficos de algunas figuras, lo santo se convirtió en espiritual. Mi pensamiento chocó indefectiblemente con lo que mi vista recibía, el dolor y la culpa de quienes, como un día yo, de rodillas ante el altar, mostraban su dolor.

A mi izquierda, un anciano no dejaba de tocarse la cabeza con ambas manos, en señal de súplica desesperada. A mi derecha, otro anciano con ambas piernas amputadas, era llevado en silla de ruedas por quien parecía su hija; y sin mostrar una emoción tan evidente como el primer anciano, pude percibir en ellos el dolor de la resignación, que es también una lucha pero callada.

Viendo a éstas personas allí, con sus almas doblegadas, llevando a sus demonios a cuestas; me pregunté acerca de todo lo que la iglesia nos ha enseñado. Esa idealización de lo santo que tomamos como algo superior, sin limitación alguna para resolver problemas. Pasé entonces a preguntarme: y si los santos también fueron un día como nosotros: ¿en qué momento se ganaron el derecho de expiar nuestras culpas y librarnos de penas?, ¿hasta qué punto lo externo puede incidir en aquéllo de lo que somos creadores y responsables?, ¿será acaso que al desnudar nuestra alma ante ellos, surge alguna especie de conexión que les permite interceder por nosotros?, ¿y si al final, las situaciones y acontecimientos que vivimos no son más que el resultado de nuestras decisiones y libre albeldrío?. No alcanzaba a entender los límites entre lo terrenal y lo espiritual, y el papel que jugaba la iglesia en medio de todo aquello; lo que sabía con certeza, es que una fuerte energía envolvía el lugar, como una especie de luz apaciguadora que calmaba al que lloraba y daba esperanza al que reía.


Así, una vez cumplida la única tradición a la que he sido fiel, la de persignarme, me retiré de la iglesia. Y mientras lo hacía, pedía que mis custionamientos no ofendieran las creencias que allí habitaban (como si la natuleza pudiera ofenderse por aquél que arranca una hoja). Igualmente, le pedí a San Expédito, que si no volvía a pisar aquella iglesia, no me olvidara. Ya entonces sabía, que aunque volviera, no seria la misma. Porque cada vez que volvía, una mujer distinta se sentaba a hablar con Dios.